Una noche en Japón

Existen en el mundo oportunidades únicas, escasas. Tan extrañas y dispersas como las personas dispuestas a tomarlas; dispuestas a dar un paso adelante y a dejarse de todo en busca de la gloria; y el Virrey, Carlos Bianchi, es sin duda uno de ellos.

Una noche en Japón, más precisamente el 28 de noviembre del 2000, con el mundo como testigo y con la copa intercontinental como marco; se pintaría una de las más grandes historias del fútbol latinoamericano, una gesta que hoy se antojaría prácticamente imposible.

La iluminada noche presentó a Real Madrid como campeón de Europa, ese Real Madrid de Figo, Guti, Hierro, un joven Casillas que parecía destinado a postergar la gloria merengue; y como olvidar al que muchos consideramos el mejor lateral de la historia: el brasileño Roberto Carlos. En la banca nada menos que Vicente del Bosque. Era el equipo más grande del mundo.

En la otra curva del estadio Olímpico de Tokio se encontraba Boca Juniors campeón de América, que aunque ha nacido como un equipo de barrio, logró conquistar el continente sin perder esa esencia; ese espíritu de un equipo cercano a su gente, al pueblo, al mismo barrio del que ha surgido. Quizá por esa misma identidad han pasado la semana tomándose fotos con todo japonés que se acerque a pedirlo. Tan cercanos a ese pueblo desconocido y a miles de kilómetros como lo harían en casa con el pueblo bostero. El Madrid, más hermético por naturaleza, se apega a los protocolos y se mantiene más alejado de cámaras y micrófonos, pero sobretodo más alejado de la gente.

Como consecuencia, el día del partido, ese gigantesco estadio japonés se convertía en una sucursal de la bombonera. Entre los miles de argentinos que hicieron el viaje y los nuevos aficionados locales, el olímpico de Tokio se vistió de azul y amarillo.

El partido no dio respiro alguno desde el comienzo, Boca presionando a los mediocampistas del mejor equipo del mundo, como nadie se esperaba, mucho menos Figo quien pedía al silbante marcara falta antes de cumplir 60 segundos de juego. Presionaban para forzar errores, para obligarlos a dividir la bola, para competir de igual a igual; para tener la bola cerca del arco, donde los gigantes son vulnerables. Así fue, apenas 3 minutos después del pitazo inicial recuperaron la bola en el medio campo, bastó con una bola filtrada a la carrera del “Chelo” Delgado y un centro milimétrico a Martín Palermo para el primero de la noche. 3 minutos, 3 toques precisos… y el marcador estaba inclinado para el equipo bonaerense.

Martín lo canta, Bianchi se soba las manos y aprieta los dientes; 90 minutos son larguísimos.

Dentro de la chanca Riquelme quiere la bocha, la ansía; va por ella y se muestra escorado a la banda izquierda, donde Makélélé y Helguera tendrá que perseguirlo. Es el genio y lleva el 10 a la espalda; sabe que tiene que demostrarlo cada que el esférico llega a sus pies.

Un pase impensable de Román hizo que Palermo pareciera ganarle a la espalda a la defensa por kilómetros. Les fue imposible alcanzarle, ni pensar en detenerle; Njitap lo persiguió mientras Fernando Hierro, el capitán merengue, ni siquiera lo intentó. “El optimista del gol” cruzó su disparo y mandó la pelota a la red. Casillas se quedó en el pasto.

Así, en sólo 6 minutos batió 2 veces el arco del mismísimo campeón de Europa. Tan solo 360 segundos le bastaron a Martín Palermo para marcar los dos goles más importantes de los 236 goles que anotó con la camiseta Xeneixe; los goles que hacían a Boca campeón del Mundo por segunda vez en su historia.

Sin embargo el Madrid es un equipo especial. Uno de esos equipos a los que nunca puedes dar por muerto, algo habían roto en su interior con esos goles tempraneros, pero de eso a bajar los brazos había un mundo de diferencia. Roberto Carlos recibió un pase de 50 metros como con la mano, la dominó y la llevó al centro del área, entre los defensores argentinos, donde sacó un tiro que voló para estrellarse en el travesaño. Era solo un aviso de lo que se vendría unos minutos después.

El segundo intento del brasileño fue perfecto. Recibió un despeje con el pecho, la dejó botar y con el exterior del botín izquierdo la mandó justo al ángulo donde Oscar Córdoba no la descolgaría nunca. 2 a 1 para un partido que no había llegado ni al minuto 15.

El juego se tornó áspero, los espacios se cerraron. Ambos equipos amenazaron pero el medio campo era el lugar donde pasaba todo. Román se botaba entre jugadores blancos, la pedía y se la daban. Es normal, ¿Qué más vas a hacer si viene Román a pedirte la pelota? Se la das. El último 10 la pisaba, alzaba la cabeza, cambiaba de dirección dejando a uno o dos adversarios atrás para sacar un pase o llevarla a la esquina. Parecía que dentro de su cabeza el juego era más fácil, a su vista siempre había un espacio.

Los minutos pasaban, ambos directores afinaron sus orquestas esperando cambiar el ritmo, lo cual no pasó ni para uno ni para el otro, pues el devenir del partido se mantuvo justo en donde el equipo argentino lo había estancado, con un fútbol alejado del dominio táctico y del juego estético en general Boca esperaba lo mismo desde el minuto 6, un pitazo.

Al final de los 90 estipulados Boca alzó la copa, esa copa que no alzaba desde el año 77 en Alemania, la que los hace campeones del Mundo. La gloria era para los que llegaron en el papel de víctima. Todo para el equipo xeneixe, todo al cielo abierto del estadio olímpico de Tokio; todo en una noche en Japón.

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